A la memoria de Ricardo León Peña Villa, el poeta okupa del Lower East Side.
[8 de abril de 1960 - 11 de marzo 2011]
Recuerdo: La primera vez fue en Vieques en el 2002: te fumaste solo todo lo que llevábamos de contrabando a la isla y aún así me maravilló tu brillo, tu salsa, tu cumbia, tu ritmo, tu flow, tu bufanda anaranjada, tu sombrero blanco. Allí también estaban Pedro Pietri y Ángel Pont. Yo era estudiante universitaria y nuestro enemigo común era la marina de guerra de los Estados Unidos. El mundo empezaba a ser color poesía.
Recuerdo: La segunda vez fue en 2003; me acababa de mudar a Nueva York y te encontré de casualidad en la calle, a media cuadra de tu casa voladora. Poeta, vente a mi casa, me dijiste, y me abriste la puerta al salón de los espejos. Fuiste lo más importante de mis años de Nueva York. Contigo, desde tu casa, aprendí a leer poesía en voz alta, aprendí mi voz. Después me llevaste de la mano a conocer a tus amigos en Medellín y gracias a ti publiqué mi primer libro (ese libro infantil lleno de pelos que ahora me da pudor). Las mejores fiestas, los mejores amantes de esos días infieles, las nevadas más largas, las carencias más secas, el arroz más infinito, el tango más peludo, las complicidades más secretas, las noches más amargas, las risas más honestas, mi casa favorita. Tu casa era nuestra casa, nuestra de tanta gente. Me atrevo a decir que fuiste el padre de los poetas y artistas que migraron a Nueva York en los dosmiles, de los poetas y artistas hispanohablantes que llegábamos perdidos a esa casa -21-23, Avenue C, New York, New York, Umbrella House- la casa amarilla del poeta okupa de quien se hablaba tanto en tantas partes. El poeta underground, infinito y generoso. A veces te enojabas de que fuéramos tantos y nos sintiéramos tan bien y no pudiéramos irnos. Pero sé que te encantaba ser el rey de casa, rey anfitrión, tomando coca-cola y whisky como un loco, mirando a los más jóvenes desaparecer desnudos en la madrugada, de dos en dos, de tres en tres, de más en más, a la azotea del edificio liberado. Ricardo como un recuerdo, solías decir, Peña como una piedra, coqueteando hasta con las sombras de las escobas. A veces tú también tenías suerte. Esos días la fiesta duraba más. Todo lo que recuerdo de ti está cubierto de magia y libertad.
Recuerdo: Yo acostumbraba robar flores de la tienda china de la esquina para llevarte de regalo. No había nada que pudiera comprar que valiera lo mismo que tu alegría. Te traje flores robadas, te decía, luego ponías a Nina Simone, me pedías que fuera a la cocina por un florero, que pusiera las flores en agua, que las llevara a tu altar y que le prendiera una vela a la foto de tu madre. Estabas lleno de fe. Esa fe mágica a la que sólo tienen acceso los poetas. De ti también aprendí la fe.
Recuerdo: Largas tardes de verano escribiendo artículos y corrigiendo pruebas para nuestra hermosa revista de cultura latina de Nueva York, Casa Tomada. Periodismo cultural salir a la calle a hablar con la gente más loca de la ciudad. Por esas fechas vi a un señor suicidarse tirándose a las vías del subway en Brooklyn por la mañana y por la tarde fui a tu casa, pasmada de la impresión, a contártelo todo. Me encantaba ir a tu casa por las tardes, saliendo del trabajo. Allí podía olvidar que yo también era esclava voluntaria del sistema, del engranaje del capitalismo. Como esa vez que los francotiradores del FBI mataron a Filiberto Ojeda en Hormigueros, y nos pesaba tanto, que me peleé con mis otros amigos porque no sabía o no tenía nada que decir ante la terrible noticia. Estar cerca de ti me daba fuerza, tu forma de existir en el mundo era el vivo ejemplo de que se podía ser de otra manera, aún en la ciudad más cara del hemisferio, y que por más necesidad que se viviera, no había necesidad de tirarse a las vías del tren.
Recuerdo: Ese verano comimos hongos mágicos y nos fuimos en taxi a bailar a Central Park como dos mariposas embrutecidas. Recuerdo haber visto el fin del mundo en ese viaje, el fin del mundo y un montón de niños enfangados. (Siempre veo el fin del mundo cuando salgo de viaje). Me perdí durante horas en el parque, pero después pasó una comparsa, había una feria y apareciste tú muerto de risa, flotando.
Recuerdo: En tu casa (o gracias a ti) conocí a muchas de las mujeres que más me han impactado: Tanya Torres, Elisa Montesinos, Natalia Aristizábal, Karina Claudio Betancourt, Nanda Arias, Marielkis Lledias. Siempre estuviste rodeado de creatividad y belleza, eras la suerte en carne viva.
Recuerdo: Encuentro de Poetas en Nueva York, años consecutivos. Por esos días andábamos inventándonos la rueda nuevamente, salimos en los diarios, hicimos fiestas que duraban una semana, escribimos poemas colectivos, hicimos a mucha gente viajar grandes distancias, conocimos a un poeta palestino a quien le publiqué unos poemas en un periódico del que luego me echaron, porque los dueños eran judíos. Tu verbo generaba movimiento. Todos, de alguna manera, queríamos ser un poco como tú. Un montón de jovencitos artistas sin documentos en la ciudad de Nueva York, poetas full time en after hours, lavando platos o sirviendo mesas, con tal de vivir esa ciudad como se debe, en las cuatro calles del Lower East Side o las largas avenidas plurilingües de Queens, la Masalegre, mis veintitantos.
Recuerdo: Contigo aprendí que los edificios y los barrios también tienen su vida y su historia y van cambiando y se mueven de lugar y van a la guerra y ganan y pierden y se rompen y vuelven a crecer y cambian de valor y mueren o sobreviven. Oírte hablar era como caer en un encantamiento. No he conocido a nadie con tanta labia como tú. El cuento de los edificios ocupas del Lower East Side/Loisaida sigue siendo fascinante y conmovedor y no debe perderse en las borraduras oficiales de la historia de la ciudad. Aunque ahora, en los dosmiles, esté desapareciendo poco a poco, igual que desaparecieron de tu barrio los puertorriqueños de los setentas y los adictos a crack y heroína de los ochentas, entre los bares y cafés de moda y los estudiantes blancos de New York University que ahora también invaden los mismos edificios que te hicieron héroe de barrio en los noventas.
Recuerdo: Tu estado de ánimo era completamente estacional. Te marchitabas en invierno y te peleabas con todo el mundo. A mí me gustaba visitarte, aunque estuvieras de mal humor. Luego empezaban a florear los arbolitos escuálidos de la cuadra y se te enderezaba la espalda, llamabas a Gajaka por teléfono, tocabas la puerta de José Osorio -tu hermano cómplice, pintor de mujeres degolladas- para provocar una fiesta. Después salías a la calle a comer sopa de pollo donde Adela y a saludar a los perros del housing project de la calle 3 y al mural conmemorativo de la muerte poética de Pedro Pietri, quien había sido tu amigo. Íbamos a conciertos, salíamos a vender tus libros en las calles de Queens, a hablar con la gente, a comer empanadas, nos emborrachábamos los miércoles en La Tertulia y volvíamos a las casas a altas horas de la noche, en los tenebrosos trenes locales que alimentan los barrios de los inmigrantes latinos. El número de tu casa era 3-D. Quisiera hacerte un mural conmemorativo como una película en tercera dimensión, con gafas especiales para mirarte los ojos vivos.
Recuerdo: Me gustaban las historias de tus vidas pasadas. Las tías de Cereté, tus tiempos de ladrón de calle, la oscuridad de las adicciones superadas, el bazuco colombiano, la isla de San Andrés, La Perla y el Viejo San Juan, las mujeres chinas que de pronto se asomaban en tus cuentos. Ni siquiera me importaba que en tu casa no hubiera calefacción en invierno o que el agua del fregadero siempre estuviera fría, con tal de escucharte contar historias otra vez. Eras como un gato y siempre caías en cuatro patas a pesar de la magnitud del accidente. Tal vez por eso te creí inmortal.
Recuerdo: La primera vez que me despedí de ti lo estaba abandonando todo: la puta ciudad, el novio bueno, el trabajo estable. Era diciembre del 2006. Me regalaste una semilla de mirto, el árbol de los poetas, decías, y me dijiste adiós con la mano desde el tercer piso del edificio. Yo bajaba las escaleras mareada. Lo que más iba a extrañar de la ciudad eras tú sentado en esa silla, fumando malboros, maldiciendo al invierno dentro de tus huesos, tosiendo como un loco. Esa tos era una sombra que te apretaba el pecho; se te estaba yendo la vida en esa tos.
Recuerdo: En el 2008 volví a Nueva York por unos meses. Fue un verano increíble con conciertos alucinantes, proyectos creativos, reencuentros hermosos, playa, jazz y mucho sexo. Tanya me había prestado su estudio-palomar para vivir durante un mes, compré una bicicleta, iba a nadar a la piscina de Central Park. Tú te habías hecho ciudadano y empezabas a gozar de los humillantes privilegios del welfare “americano” entre oficinas médicas y HMOs. Lo bueno es que la benefit card garantizaba harta comida en la nevera. Pasé varios días ayudándote a limpiar el polvo de tu casa. Era un tesoro de piratas. Objetos maravillosos por todas partes, fotografías, autógrafos, cartas, manuscritos, obras de arte amontonadas detrás de los armarios. Tu casa debería ser museo, pensé. Esa fue la segunda vez que me despedí de ti de la misma forma, bajando las escaleras con un enorme nudo en la garganta, diciéndole adiós con la mano al poster del Ché que recibía a la visita pegado en la parte de afuera de la puerta de tu casa. Hasta la victoria siempre, hasta la poesía siempre, hasta la próxima fiesta. Entonces creí que no te volvería a ver.
Recuerdo: Un año después me visitaste en el DF. La noche que llegaste, creo que era julio, se estaba yendo de mi vida para siempre el amante de la temporada. Yo lo somaticé con un terrible dolor de muelas. Elegí un dentista de mala muerte para sacarme el juicio de raíz. Fuiste conmigo -otra vez de la mano- y te sentaste en la sala de espera como un padre solidario. Fue una extracción dolorosísima. Después se me infectó la herida y nunca me recuperé completamente. Pero tú, que no salías de tu casa ni visitabas a nadie, habías salido de viaje. Eras el huésped más especial que abordó la nave 13, fue un gran honor tenerte en casa. Traías la intención de encontrar a alguien que conociera al hijo de Pachita, la curandera maestra de Alejandro Jodorowski, para someterte a una operación desesperada y mágica. Los doctores ineptos y clasistas de Nueva York te tenían harto. Estabas, por fin, enamorado; por las noches, desde mi computadora, le cantabas a Tata canciones de amor hasta Colombia. Esa fue la tercera vez que me despedí de ti, el último abrazo de carne y hueso que pudimos darnos. (El hijo de Pachita no apareció).
Recuerdo: Después hablamos en el chat un par de veces. Me advertiste que te quedaba poco, que la estabas viendo venir. Yo te creía inmortal, mi padre verdadero. Los poetas como tú no mueren nunca. Ahora está a punto de empezar la primavera y sólo puedo pensar en canciones que hablan del otoño, como esa de las hojas muertas cantada en inglés por Edith Piaf, que escuché por primera vez en tu casa, esa casa sin lluvia de tantas primeras veces: And I’ll miss you most of all, my darling, when autum leaves start to fall...
8 comentarios:
Me encantó, Nicole.
Tu testimonio es un gran homenaje.
Recién me entero de su muerte, lo siento mucho.
Fue un placer haberlo conocido y alguna vez haber participado en una de esas legendarias fiestas, con frío y muchas risas, en Umbrella House,
un gran abrazo,
u.
Tanto tanto tanto tanto tanto tanto tanto tanto tanto vecina tanto tanto tanto tanto
Qué pienso, ahora que eres una gran escritora y que tu semblanza sobre el poe Ricardo lo mantiene vivo entre nosotros sus sñubditos de Umbrella House.
El colombiarican se nos fue por entre los abedules de invierno. Ver "Biutiful" de Iñárritu.
I will miss the greatest love... The Poet... por él, nos conocimos. Te abrazo, Nicole.
mairym cruz-bernal
obituario documento testimonio historia
Brava. Me encantó.
es saber sobre tu cuna nena, y de alguna fiesta nublada en alguna visita tuya donde yo te seguia sin saber que tambien lo seguia a el
Acabo de llegar aquí y ahora, no sé ni cómo. Descansa, Ricardo León Peña Villa, poeta. Espero estés bien, Nicole. Os mando recuerdos desde el año dos mil seis.
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