2.9.05

Huracanes

No sé ni qué pensar. La verdad es que yo vivo ajena a las noticias y soy la menos que podría opinar, pero siempre me mantengo al tanto porque me gusta escuchar lo que otra gente habla en la calle. Y hace un rato vi por televisión las imágenes de las inundaciones en New Orleans y en sectores de Mississipi. Es super triste. No me cabe en la cabeza que tardarán tres meses en sacar agua, que los refugios son lugares peligrosos dónde las mujeres viven con el miedo de una posbile violación. (Tampoco me cabe en la cabeza el precio de la gasolina). Y me pregunto si es que en algún momento nosotro/as, los/as que nos quejamos estaremos dispuestos/as a arriesgarlo todo por un cambio. Porque Marie dice que en Puerto Rico la gente sigue usando el carro para ir a cualquier parte a pesar de los 85 chavos el litro y porque doy fe de que aquí permitimos que sigan mandando soldados para Irak cuando donde se necesitan es sacando baldes de agua y reconstruyendo vecindarios en el sur... En fin, que hoy quería escribir algo de los huracanes y pensé en abuela y recordé un cuentito que escribí hace tiempo. Aquí va:

Huracanes

Recuerdo tres tipos de huracanes:

Los más viejos son aquellos que no viví, pero imaginé año tras año (de junio a noviembre) mientras tapiábamos las ventanas tras las repetidas vigilancias de tormenta que veíamos en la tele. Abuela, sentada en su sillón de matriarca, dirigía la sudorosa orquesta con el lejano lamento por cosechas perdidas y animales enloquecidos a causa de los terribles santos, Ciriaco, Felipe, que azotaron la isla por allá cuando todavía no había televisión. Los aviso meteorológico más confiables entonces eran el desorden de las gallinas, los ladridos enfurecidos de los perros, la falta de orientación de las vacas, la cosecha de aguacates y la quietud del viento previo al barrunto.

Los huracanes más frecuentes (y mis favoritos, claro) eran los que no llegaban nunca. Todos los años (de junio a noviembre) el segmento meteorológico de las noticias de las cinco era sagrado. Abuela sacaba de su gavetero el mapa de huracanes (cuando todavía no los regalaban anualmente en los supermercados) e iba marcando con crucecitas de colores distintos la ruta de todas las tormentas que se formaban en la costa atlántica africana. El mapa llegó a tener tantas cruces que de vez en cuando se nos confundían las trayectorias; cuando ya parecía inminente el golpe de vientos y lluvias, resultaba que habíamos estado siguiendo el camino de la tormenta del año anterior. Esos simulacros eran divertidos. Abuelo iba al supermercado a abastecerse para los posibles días de incomunicación que suceden al desastre, pero siempre olvidaba algo y tenía que hacer una segunda o tercera visita: el propano, los fósforos, las velas, las botellas de agua, o algún vegetal de la infinita variedad de alimentos enlatados. Clavábamos paneles de madera a las puertas y ventanas, pegábamos cinta adhesiva a todos los vidrios, mudábamos las mascotas adentro, recogíamos el patio para que nada saliera volando ante la sorpresa de una ráfaga a 40 millas por hora y reubicábamos los objetos del interior de la casa para que estuvieran accesibles. Abuelo sacaba las baterías de la gaveta misteriosa de su escritorio (que cerraba siempre con llave) y las ponía en el mismo sitio que el radio AM y las linternas. En la escuela suspendían las clases por dos o tres días y la familia se sentaba frente al televisor a ver cómo el huracán desviaba su ruta en el último momento y se alejaba, dejando nuestras costas intactas y las casas clausuradas.

El tercer tipo de huracán era igual que los otros, pero no era divertido. A veces (con relativa poca frecuencia, por suerte) uno de esos huracanes que abuela y yo perseguíamos (de junio a noviembre) en el mapa no desviaba su trayectoria y cruzaba la isla de lado a lado. La quietud (la misma que hacía desesperar a las gallinas y que era siempre un presagio definitivo) era seguida por vientos y lluvias, leves al principio, pero que iban subiendo de intensidad a medida que se acercaba el ojo del huracán. El ojo nuestro, mucho más pequeño y menos caprichoso, iba y venía del televisor a las ventanas, alternando la vista entre el resumen meteorológico y el informe de los aviones cazahuracanes, y el impresionante cambio del paisaje que lográbamos ver por los rotitos de las tormenteras. “¡Nena, aléjate de la ventana!” –ordenaba abuela, pero yo me quedaba siempre petrificada ante el terrible espectáculo de techos de cinc y troncos voladores, de las calles cercanas convertidas en ríos casi navegables y de las palmeras elásticas, moviéndose de lado a lado a la merced del viento, tocando cada vez más cerca el suelo con sus coronas. Lo más aterrador comenzaba cuando nos quedábamos sin servicio de electricidad definitivamente y caía la noche. El pueblo entonces dejaba de ser pueblo y se convertía en una gran bola negra de agua, viento, tierra, noche y miedo que hacía un ruido constante parecido a un feroz rugido y susurraba, por horas que parecían siempre interminables, las más horribles pesadillas en todos los idiomas. Después de cocinar en la hornilla de gas toda la carne que quedaba en el congelador (que permanecería apagado por los próximos tres días por lo menos) para que no se perdiera, la única distracción era el radio AM, en el que escuchábamos el informe del tiempo y las llamadas de oyentes tan desvelados como nosotros y con menos suerte (desde hace años las líneas telefónicas son soterradas). Llamaban, preocupadas, desde los refugios, personas que habían tenido que dejar su casa para estar más seguras; llamaban desde los cuartos de baño de las casas que habían perdido el techo en una ráfaga, llamaban a reportar personas que estaban desaparecidas porque habían salido a la calle mientras pasaba el ojo y les había sorprendido la virazón; llamaban personas orando y rezando padrenuestros por el fin de la tormenta; y llamaban personas que lloraban de miedo. Al final siempre lograba quedarme dormida, acurrucada entre las sábanas, pero sin poder disfrutar realmente del inusual frío del ambiente, porque no entraba por las ventanas clausuradas… Al otro día, cuando la casa está por fin en calma y en vez de la vibración insoportable que provoca el viento en el metal de las ventanas se empieza a escuchar el ruido de los pajaritos que se han quedado sin casa, abrimos las puertas de par en par y salimos, como todos los demás vecinos, a la calle. Entonces todo es triste porque todos los árboles están en el piso, muchas personas han perdido sus casas, el tiempo de recuperación es largo, arduo y lento, tienes que tomar agua caliente por semanas y las vacaciones imprevistas no son para nada disfrutables.

Cada año espero sólo los primeros dos tipos de huracanes.

1 comentario:

Anónimo dijo...

es bueno ver un reflejo de ese fenómeno que hemos vivido, y que ahora parece que vivimos menos y los americanos viven más.