24.9.05

por favor no lo comparen con toño bicicleta

Filiberto Ojeda Ríos (1933-2005)

Filiberto Ojeda Ríos

Anoche Angel se fue despotricando de casa. Gritaba de coraje, de frustración. Me acusaba de no estar lo suficientemente indignada. Le molestaba que hubiera asumido la noticia sin sorpresa, que no hubiera hecho ningún aspaviento. Le molestaba que en mi casa estuvieran tranquilos mirando la televisión. No es que quiera justificarme, pero yo no llevaba toda la tarde llorando al muerto, acababa de llegar luego de un día normal de Nueva York, con mis rutinas, cansancios, decepciones y diversiones cotidianas. La verdad no me sorprendí. Lo que me indigna más, en todo caso, no es la muerte del viejo revolucionario, del abuelo de mi amiga, de ese rebelde mítico que tuvo siempre la mente lo suficientemente clara para decirnos en la cara todo lo que andaba mal. Lo que me indigna más es el contexto, que esto pasara justo en el momento en que la celebración más solemne del movimiento independentista de la isla se convirtiera en una triste payasada. Porque Filiberto murió el mismo año que se les ocurrió decir A Lares sin Populares, mientras cientos de neohippies compraban collares de cuentas y se bañaban en los ríos aledaños. Y a pesar de todo no me da vergüenza decir que me parece una muerte digna. Fuera de lugar, injusta, pero digna. Que me pareció hermoso que mientras rodeaban su casa las fuerzas norteamericanas su voz resonaba en la Plaza de la Revolución recordándonos los propósitos de la lucha por nuestra libertad. La errática, la huidiza, la imposible. Y no soy menos revolucionaria porque no grité, porque no insulté a nadie, porque no he llorado. Porque sé que esto no puede ser una muerte si no más bien un parto. Sólo pido que respeten esta forma callada de indignarme.

22.9.05

y si acaso los huracanes

se me antoja pensar que tal vez los huracanes son el fruto de alguna ceremonia sabia de un conjuro ancestral con tambores voz y viento en alguna comunidad de alguna selva, podría ser cualquiera del hemisferio sur

13.9.05

my world is not that evil.

eso fue lo que se escribió angel repetidas veces en la libreta para no volverse loco. my world is not that evil en cada línea de la página. my world is not that evil. y yo no sé qué decirle de nueva york y el mundo y la guerra y la poesía porque yo también me arrojé en un salón lleno de cosas ajenas a mi mundo. pero quién soy yo para decirle a mi vecino que nos preocupa cada noche que la grite i'm gonna fuck you up a toda su familia, a todo el edificio, quién soy yo para decirle a mi estudiante eso que tú haces es una violencia, me ofende, it hurts inside, so deep inside i am unable to tell exactly where it is. quién soy yo para decirle que no grite, que me llena el salón de malas energías, que mi salón no es su barrio, que yo no voy a gritar que yo no soy su madre ni su novia que no me trate mal. y es que no tengo manera de decirle que en mi mundo eso sí es violencia, que dejar a los hombres hablar es un problema político, que en mi mundo un gesto y la posición de su cuerpo cuando habla son. no sé qué son pero también comunican secretos que yo observo y recibo y me duelen, porque las entiendo and yet no tengo las herramientas, los instrumentos para crear lazos. y empiezo a pensar que el problema va mucho más allá que el simple entendimiento pero de pronto me siento como si mis palabras no fueran nada en su contexto, que son abusrdas, una payasada, que mis costumbres burguesas son una ridiculez. que el simple hecho de decir esa palabra, burguesía, me distancia todavía más del grupo, que en inglés ni siquiera existe, que el inglés la toma prestado del francés, mira qué estúpido. que no importa que me haya leído no sé cuantos libros feministas si tres tipos me desarman en la vida cotidiana, y tengo que decir desarman aún cuando no llevo herramientas, instrumentos, pepitas de oro, pedacitos de cristal de colores, nada. me desarman y ni siquiera sabía que necesitaba andar blindada, o que salir a la calle era un peligro. no lo sabía y no quiero saberlo. lo resisto. porque no me cabe en la cabeza. porque no. que el simple hecho de reflexionar sobre el lenguaje me convierte en una loca desubicada, fuera de la norma, fuera de contexto. que reflexionar sobre el lenguaje es una pereza impráctica, que no tiene nada que ver con sobrevivir la hostilidad de estas calles bravas de estas cárceles de estas locuras que nunca habían tenido nada que ver conmigo por más que leyera a piñero o a fanon. que no sé cómo empezar a escribir de nueva york en nueva york y hablar de eso, hablar de la gente diferente que viven al otro lado del vecindario, del aborto, del birth control, de huracanes, del fascismo en nuestras vidas, de brutalidad policial, de la pobreza, de los prejuicios. y yo sé que desde el principio no llegamos a comunicarnos, siempre lo he sabido, que siempre una se sumerge en el abismo de los silencios que separa una de otra a las palabras, que siempre importa más lo que se queda sin decir. quisiera hasta gritar que no es lo mismo decir género, que me irrita cuando ella vocaliza la expresión the battle of the sexes, porque me rebelo a creer que mi compañero, que el padre de sus cuatro hijitos es un adversario, que donde mismo hago la guerra es el amor. y sin embargo, no sé cómo decirte que no es justo tampoco que ni siquiera un día esté la cena preparada cuando llegue, que a mí también me gustaría sentarme cómoda esperando aunque después me toque la tarea de lavar las cacerolas. y que en mi mundo eso es lo mismo que hace mike, un desafío. pero digo desafío y no quiero decirlo porque esa palabra también puede ser buena y esto no. y me vuelvo un ocho. y lloro porque abuela y abuelo me hacen falta y la limpia salada de la playa me hace falta y mis amigas me hacen falta y tú me haces falta ahora como nunca has sido. pero eso también es un absurdo fuera de contexto porque tú también te desenvuelves en un registro emocional que yo no entiendo, porque es normal que creamos diferente lo que es bueno y lo que es malo, que al fin y al cabo cómo me atrevo a imponerte qué está mal.

12.9.05

NON-Negotiable School Rules

"
Boys must wear pants on their waist and girls must wear skirts and shirts as long as the tip of their fingers by their side.

Theodore Roosevelt Gathings
Middle School 158

"Education is not the filling of a pail, but the lighting of a fire."

"

2.9.05

Huracanes

No sé ni qué pensar. La verdad es que yo vivo ajena a las noticias y soy la menos que podría opinar, pero siempre me mantengo al tanto porque me gusta escuchar lo que otra gente habla en la calle. Y hace un rato vi por televisión las imágenes de las inundaciones en New Orleans y en sectores de Mississipi. Es super triste. No me cabe en la cabeza que tardarán tres meses en sacar agua, que los refugios son lugares peligrosos dónde las mujeres viven con el miedo de una posbile violación. (Tampoco me cabe en la cabeza el precio de la gasolina). Y me pregunto si es que en algún momento nosotro/as, los/as que nos quejamos estaremos dispuestos/as a arriesgarlo todo por un cambio. Porque Marie dice que en Puerto Rico la gente sigue usando el carro para ir a cualquier parte a pesar de los 85 chavos el litro y porque doy fe de que aquí permitimos que sigan mandando soldados para Irak cuando donde se necesitan es sacando baldes de agua y reconstruyendo vecindarios en el sur... En fin, que hoy quería escribir algo de los huracanes y pensé en abuela y recordé un cuentito que escribí hace tiempo. Aquí va:

Huracanes

Recuerdo tres tipos de huracanes:

Los más viejos son aquellos que no viví, pero imaginé año tras año (de junio a noviembre) mientras tapiábamos las ventanas tras las repetidas vigilancias de tormenta que veíamos en la tele. Abuela, sentada en su sillón de matriarca, dirigía la sudorosa orquesta con el lejano lamento por cosechas perdidas y animales enloquecidos a causa de los terribles santos, Ciriaco, Felipe, que azotaron la isla por allá cuando todavía no había televisión. Los aviso meteorológico más confiables entonces eran el desorden de las gallinas, los ladridos enfurecidos de los perros, la falta de orientación de las vacas, la cosecha de aguacates y la quietud del viento previo al barrunto.

Los huracanes más frecuentes (y mis favoritos, claro) eran los que no llegaban nunca. Todos los años (de junio a noviembre) el segmento meteorológico de las noticias de las cinco era sagrado. Abuela sacaba de su gavetero el mapa de huracanes (cuando todavía no los regalaban anualmente en los supermercados) e iba marcando con crucecitas de colores distintos la ruta de todas las tormentas que se formaban en la costa atlántica africana. El mapa llegó a tener tantas cruces que de vez en cuando se nos confundían las trayectorias; cuando ya parecía inminente el golpe de vientos y lluvias, resultaba que habíamos estado siguiendo el camino de la tormenta del año anterior. Esos simulacros eran divertidos. Abuelo iba al supermercado a abastecerse para los posibles días de incomunicación que suceden al desastre, pero siempre olvidaba algo y tenía que hacer una segunda o tercera visita: el propano, los fósforos, las velas, las botellas de agua, o algún vegetal de la infinita variedad de alimentos enlatados. Clavábamos paneles de madera a las puertas y ventanas, pegábamos cinta adhesiva a todos los vidrios, mudábamos las mascotas adentro, recogíamos el patio para que nada saliera volando ante la sorpresa de una ráfaga a 40 millas por hora y reubicábamos los objetos del interior de la casa para que estuvieran accesibles. Abuelo sacaba las baterías de la gaveta misteriosa de su escritorio (que cerraba siempre con llave) y las ponía en el mismo sitio que el radio AM y las linternas. En la escuela suspendían las clases por dos o tres días y la familia se sentaba frente al televisor a ver cómo el huracán desviaba su ruta en el último momento y se alejaba, dejando nuestras costas intactas y las casas clausuradas.

El tercer tipo de huracán era igual que los otros, pero no era divertido. A veces (con relativa poca frecuencia, por suerte) uno de esos huracanes que abuela y yo perseguíamos (de junio a noviembre) en el mapa no desviaba su trayectoria y cruzaba la isla de lado a lado. La quietud (la misma que hacía desesperar a las gallinas y que era siempre un presagio definitivo) era seguida por vientos y lluvias, leves al principio, pero que iban subiendo de intensidad a medida que se acercaba el ojo del huracán. El ojo nuestro, mucho más pequeño y menos caprichoso, iba y venía del televisor a las ventanas, alternando la vista entre el resumen meteorológico y el informe de los aviones cazahuracanes, y el impresionante cambio del paisaje que lográbamos ver por los rotitos de las tormenteras. “¡Nena, aléjate de la ventana!” –ordenaba abuela, pero yo me quedaba siempre petrificada ante el terrible espectáculo de techos de cinc y troncos voladores, de las calles cercanas convertidas en ríos casi navegables y de las palmeras elásticas, moviéndose de lado a lado a la merced del viento, tocando cada vez más cerca el suelo con sus coronas. Lo más aterrador comenzaba cuando nos quedábamos sin servicio de electricidad definitivamente y caía la noche. El pueblo entonces dejaba de ser pueblo y se convertía en una gran bola negra de agua, viento, tierra, noche y miedo que hacía un ruido constante parecido a un feroz rugido y susurraba, por horas que parecían siempre interminables, las más horribles pesadillas en todos los idiomas. Después de cocinar en la hornilla de gas toda la carne que quedaba en el congelador (que permanecería apagado por los próximos tres días por lo menos) para que no se perdiera, la única distracción era el radio AM, en el que escuchábamos el informe del tiempo y las llamadas de oyentes tan desvelados como nosotros y con menos suerte (desde hace años las líneas telefónicas son soterradas). Llamaban, preocupadas, desde los refugios, personas que habían tenido que dejar su casa para estar más seguras; llamaban desde los cuartos de baño de las casas que habían perdido el techo en una ráfaga, llamaban a reportar personas que estaban desaparecidas porque habían salido a la calle mientras pasaba el ojo y les había sorprendido la virazón; llamaban personas orando y rezando padrenuestros por el fin de la tormenta; y llamaban personas que lloraban de miedo. Al final siempre lograba quedarme dormida, acurrucada entre las sábanas, pero sin poder disfrutar realmente del inusual frío del ambiente, porque no entraba por las ventanas clausuradas… Al otro día, cuando la casa está por fin en calma y en vez de la vibración insoportable que provoca el viento en el metal de las ventanas se empieza a escuchar el ruido de los pajaritos que se han quedado sin casa, abrimos las puertas de par en par y salimos, como todos los demás vecinos, a la calle. Entonces todo es triste porque todos los árboles están en el piso, muchas personas han perdido sus casas, el tiempo de recuperación es largo, arduo y lento, tienes que tomar agua caliente por semanas y las vacaciones imprevistas no son para nada disfrutables.

Cada año espero sólo los primeros dos tipos de huracanes.