admito que me gustaba menos. o tal vez más. sabía cosas que yo no sabía. hacía florecer mis inquietudes infantiles, mis deseos de no actuar un personaje y agradarle todavía. saberme yo. saberme confundida. confesando culpas adquiridas. deudas heredadas. intentando una sonrisa contundente.
de momento me entró un susto tremendo a que fueras a escribir de mí con ironía, que asumirías mi voz para burlarla. la niña que leía pocos libros, menos que tú, por mucho o por lo menos, con una honestidad terrible, inapropiada, cósmica, intuitiva, resbalando entre los penosos quiebres de cualquier capacidad posible para comunicarse.
yo había ido simplificando mi lenguaje. introducía una palabrota para acercarme a la pasión del mundo. intercalaba intermitencias, deudas publicitarias, explicaciones ilícitas, preguntas imprudentes. necedades. todo esto sin resultado alguno. un experimento saboteado por el rigor científico. palabritas tiernas. palabrotas tetas. palabras palabras inteligentes. y mis palabras palabras seguían siendo la misma bobería. eran puentes rotos, calles sin salida, ruedas oxidadas, trenes averiados, colisiones, accidentes bárbaros, insultos amigables, violencias automáticas. sin culpa. sin permiso. sin escuela. sin secuelas.
y me dio frío y vi el cable blanco y pensé en mis zonas cómodas y sentí un miedo terrible a decir algo más terrible que todo lo anterior. mi indefensa ignorancia [campesina], mi inclinación natural por compartir. esa transparencia que no no ocultaban ni los lentes que me protegían los ojos. del mal de ojo. de las brisas frías. y con todo y eso había poesía. detrás. de todo lo demás. rítmica y viceral. infanticida.
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