Dentro de la celda habían dos teléfonos de monedas que sólo aceptaban pesetas (25¢). Llamar era un privilegio al que no todas las presas tenían acceso. Algunas no tenían nada de dinero y otras no tenían cambio. Pero lo peor no era eso. Como pasa usualmente, las riquezas estaban repartidas al garete.
La doña parecía una loca. Se vestía raro, apestaba, miraba mal a todo el mundo, apenas parpadeaba y tenía los bolsillos llenos de pesetas. Era más vieja que la mayoría de las mujeres que pasaban la noche en el calabozo y tenía en el pelo una morusa incontrolable. Lo más seguro era paranoica. Miraba para todos lados, no hablaba con nadie y hacía sonidos inapropiados. Las presas habían descubierto su punto débil y habían decidido entretenerse molestándola. Además, con un poco de suerte lograrían robarle un par de monedas para el teléfono.
Estaba rodeada. Cuatro mujeres se habían colocado alrededor de ella y jugaban el juego de las esquinas. Doña, déme una peseta. Do you got coins? Doña, my phone call is more important than yours. Le pegaban la cara y hacían muecas, halaban la parte de atrás de su falda, le susurraban cosas. Crazy crazy crazy ladyyyyyyyyyyyyyyy. Se acercaban y se despegaban de la doña como moscas alrededor de un pedazo de carne podrida. Cambiaban el timbre, proyectaban la voz desde lugares diferentes de la celda para volverla más loca todavía. Les divertía. Si no lograban que se le cayera una peseta del bolsillo, por lo menos habrían pasado el rato de buen ánimo. A R., la verdad, le asustaba bastante el espectáculo. Ese humor de circo le desagradaba. Le daba miedo. Creía que podía fácilmente convertirse en el objeto de entretenimiento de las presas cuando se cansaran de la vieja.
La doña gritaba. El jueguito de las cuatro mujeres la sacaba de quicio. Sacudía las manos, se volteaba impulsivamente, gritaba más. Pidió auxilio al guardia de turno, quien aprovechó el momento para arrastrar la macana contra los barrotes de la celda como gesto de intimidación. Las presas fingían una apacibilidad encomiable.
“Who’s fucking with this lady?”, preguntó con voz autoritaria.
“Nadie”, respondió la mujer que había liderado el juego minutos antes, con su mejor sonrisa sarcástica. “La doña se lo ha inventado todo. ¿No ve que esta vieja está loca?”, le dijo con la seguridad de quien sabe decir mentiras. Buscó la aprobación del resto de las mujeres, que apenas disimularon una risita cómplice. R. se encogió en su banco.
El custodio regresó a su escritorio, estratégicamente localizado frente al televisor del piso. No quería perderse ni un minuto del reality de turno. Total, casi casi no era problema suyo, pensaba. La cárcel era como una selva; sobrevive el más fuerte y todo es una contienda. La vieja tenía las de perder. Quién la mandaba a ser tan loca y a hacer tanto ruido. Quién la mandaba a tener tantas pesetas.
Estaba rodeada. Cuatro mujeres se habían colocado alrededor de ella y jugaban el juego de las esquinas. Doña, déme una peseta. Do you got coins? Doña, my phone call is more important than yours. Le pegaban la cara y hacían muecas, halaban la parte de atrás de su falda, le susurraban cosas. Crazy crazy crazy ladyyyyyyyyyyyyyyy. Se acercaban y se despegaban de la doña como moscas alrededor de un pedazo de carne podrida. Cambiaban el timbre, proyectaban la voz desde lugares diferentes de la celda para volverla más loca todavía. Les divertía. Si no lograban que se le cayera una peseta del bolsillo, por lo menos habrían pasado el rato de buen ánimo. A R., la verdad, le asustaba bastante el espectáculo. Ese humor de circo le desagradaba. Le daba miedo. Creía que podía fácilmente convertirse en el objeto de entretenimiento de las presas cuando se cansaran de la vieja.
La doña gritaba. El jueguito de las cuatro mujeres la sacaba de quicio. Sacudía las manos, se volteaba impulsivamente, gritaba más. Pidió auxilio al guardia de turno, quien aprovechó el momento para arrastrar la macana contra los barrotes de la celda como gesto de intimidación. Las presas fingían una apacibilidad encomiable.
“Who’s fucking with this lady?”, preguntó con voz autoritaria.
“Nadie”, respondió la mujer que había liderado el juego minutos antes, con su mejor sonrisa sarcástica. “La doña se lo ha inventado todo. ¿No ve que esta vieja está loca?”, le dijo con la seguridad de quien sabe decir mentiras. Buscó la aprobación del resto de las mujeres, que apenas disimularon una risita cómplice. R. se encogió en su banco.
El custodio regresó a su escritorio, estratégicamente localizado frente al televisor del piso. No quería perderse ni un minuto del reality de turno. Total, casi casi no era problema suyo, pensaba. La cárcel era como una selva; sobrevive el más fuerte y todo es una contienda. La vieja tenía las de perder. Quién la mandaba a ser tan loca y a hacer tanto ruido. Quién la mandaba a tener tantas pesetas.
1 comentario:
buenas moscas.
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