28.8.07

el oso

Jacobo no había nacido oso, pero aprendió del abuelito fuego el ritual para la transformación. Disfrutaba el olor del copal y la salvia desde que, todavía un bebé, entró por primera vez al temazcal que construyeron los sabios en la tierra sagrada que habían heredado de los osos. Miraba con curiosidad las ceremonias de los ancianos, mientras se llenaba del silencio necesario para pedirle al abuelo que le señalara el camino. “Abuelito, ¿cómo puede protegerse el oso feroz de las montañas?”, preguntó Jacobo en luna llena. El anciano, sin dejar de mirar el fuego, le extendió un frasco de miel y un pedazo de pescado crudo. “Come. Estos alimentos saben todas las respuestas”, le dijo. Trece ciclos después, Jacobo atizaba la hoguera que daría luz a la carne viva de las piedras para el vientre del temazcal. Esa noche, consumiría hícuri por primera vez. Guiado por la danza, el canto y la vibración del tambor, a Jacobo le crecieron garras y una espesa piel de oso que brillaba plateada con el resplandor de la luna. Su primer rugido hizo resonar a las montañas. Un águila roja volaba sobre su cabeza. Sólo entonces, el abuelo oso estuvo tranquilo.

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