En el metro, Francisco Medina, obrero de la
construcción, me dijo (mirándome escribir) que no tuviera miedo de la escritura
ni de mis pensamientos, aunque fueran diferentes. Él no sabe que fue invasivo,
que su gesto platicador o solidario o empático movió mis aguas,
perturbadísimas. Él no sabe que a veces tengo miedo de mi escritura y del
pensamiento. Yo escribía en ese momento:
¿quién vendrá? Y luego no está uno nunca preparado. ¿Cabe Francisco Medina en
tu escritura?, preguntó Francisco Medina. No, le dije yo, buscando la mirada de
los otros. Cuando se bajó del vagón y estuve segura de que había quedado lejos
del perímetro donde me siento segura, escribí su nombre: Francisco Medina.
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